Antes de partir para Milán en 1986 para hacer las tesis de grado, la figura que encabezaba las preferencias entre nosotros era la de Mario Botta. Al poco tiempo de llegar, por una casualidad, Guillermo Crosetto, mi socio de andanzas, encontró un libro sobre la obra de un tal Luigi Snozzi. De ahí en más ocupó nuestro lugar de héroe.
También de la Suiza italiana pero, a diferencia de Botta, traslucía dos virtudes para aquel tiempo: sus proyectos estaban más cerca de Le Corbusier que de Aldo Rossi y, por otra parte, tenían una mirada territorial, urbana y social que, seguramente no entendí en un primer momento.
Ya finalizando mi tesis, tuve la oportunidad de entrevistarlo con intenciones de trabajar en su estudio de Locarno. Lo visité en la escuela de arquitectura de Laussanne donde compartía cátedra con Walter Noebel que auspició de intermediario. Luego, la negación de visa de trabajo en Suiza se encargó de cambiar mi destino.
Notas:
Recuerdo que en la oportunidad de conocerlo me comentó sobre el proyecto de concurso que había perdido en Rotterdam: el NAI (Netherlands Architecture Institute) a manos de Jo Coenen. Cuando varios años después pude conocer el edificio, lo lamenté todavía más.
En aquel primer libro de mediados de los ‘80 figuraban ya algunos aforismos del propio Snozzi que volví a encontrar en distintas oportunidades y que mantienen su absoluta frescura y sabiduría, como por ejemplo: “cuánto dispendio de energía, cuánto esfuerzo por ventilar, calefaccionar, iluminar… cuando basta una ventana”.
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