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Cuatro relatos cortos sobre el desamparo de las ciudades sin umbrales



En tiempos en que el “espacio público” de tan políticamente correcto perdió su valor, estos cuatro relatos pretenden contar experiencias transcurridas en esos lugares intermedios y borrosos, que muchos llaman umbrales.



Cap. I, Córdoba


Domingo, cerca de mediodía, una mujer llora desconsolada sobre los hombros de su prima o hermana frente a la clínica del Sol, en la amplia vereda del elegante boulevard Chacabuco de Córdoba. Varios parientes miran circunspectos sus celulares alrededor, o con esa mirada a la nada, tan habitual, no hablan; en esos momentos, todas las palabras resultan inútiles, artificiales o fuera de lugar, una situación que todos conocemos. La mujer llora una mala noticia recibida en la clínica, como es una clínica de niños podemos suponer que la noticia trata de un allegado muy próximo, ¿su hijito, su sobrino, el embarazo fallido de su hija?. Cualquier posibilidad resulta posible para esa escenografía: el tira y afloja entre impotencia y aceptación, un sueño truncado o una esperanza que se evanesce. Todo el cuadro compuesto por sus actores directos y circunstanciales se desarrolla de una manera indecente en la lustrosa y desértica vereda, en los cinco metros de piso granítico que se limitan con la fachada de vidrio rasante y hermético de la clínica por un lado y el cordón de la vereda, sin un solo árbol, por el otro. Los personajes parecen trasplantados de otro escenario, su sufrimiento no coincide con el lugar que ocupan. Tampoco se hubieran sentido cómodos adentro del recién refaccionado lobby de la clínica, los brillos de las superficies, las luces de led, las imágenes agresivas de bebés pampersy, sobre todo, la gente. La gente que mira y escucha, gente que está esperando una buena noticia, no sirven para contener el desconsuelo de esta situación. Por esto, seguramente, la mujer y sus allegados eligieron salir a la calle, para desahogarse libremente, expresar sus lamentos y emociones como dios manda.

Pero la vereda, que es la ciudad en este caso, no los ampara. Los maltrata en ese frío y despojado lugar, les ofrece una vidriera sin vidrios para que su desconsuelo se tenga que transformar en vergüenza. La clínica, en su reciente modernización, decidió construir una fachada de vidrio espejado para limitar el máximo absoluto de su propiedad, ni una mínima reentrante. Se está adentro, o se está afuera, y estar afuera, es estar, y sentirse, sin protección, de una manera impúdica, desvergonzada, hasta un miserable escalón metálico para entrar a la clínica tuvo que ocupar parte de la vereda, no sea que se pierdan un metro cuadrado de propiedad.

No sé cuándo pasó, pero antes, los edificios no desamparaban.



Cap. II, Brasilia


Hace unos años conocí Brasilia, sí Brasilia, la ciudad de Costa y Niemeyer, el laboratorio americano de los sueño europeos. Me hospedé en un hotel en la zona de los hoteles, como corresponde a una ciudad tan zonificada. Mi habitación daba al Eje Monumental y, podía ver cada mañana y atardecer, como muchos fotógrafos se ocuparon de documentar, que la gente no camina por las sendas trazadas por los arquitectos sobre el espacio libre (será por esa manía de acortar camino). Recorrí todo lo que pude en esos tres días, con la mirada en alto como la disciplina manda y maravillado de todo, como la sensibilidad dispone. Recorrí casi todos los experimentos increíbles de los brasileros y sus luces libres, plantas bajas de eterna profundidad, sombras necesarias para el calor y prodigios que superaban la necesidad. Las plantas libres de Costa y sus secuaces en las supermanzanas y las vigas interminables de Oscar. Todas plantas habitadas, las primeras con madres y chicos en bicicleta, las segundas con turistas y políticos travestidos, todas funcionando.

Pero, volviendo a la zona de los hoteles. Frente al mío, un edificio normal de los ’70 o los ‘80 quizás, había nuevas edificaciones, hoteles y/u oficinas. Por su aspecto y terminaciones acusaban ya la generación de los ’90 (sí, la Tatcher, Reagan, Menem y Cavallo!), ventanas de aluminio colocadas a ras de la fachada revestida en piedra o símil de 12 milímetros. Vidrios coloreados que como las carpinterías casi siempre tienden al dorado, con esa imagen de posmodernismo de segunda mano al que nos acostumbramos los sudamericanos y que nos terminó resultando familiar a los habitantes, y muy cómodo a los inversores. De cualquier manera, más allá de esos particulares, el mayor contraste con el resto de la ciudad, con la Brasilia “original”, no eran sus fachadas y su tecnología, era su planta baja. Me explico. Estos edificios, alguna cadena de hoteles probablemente, llegaban al suelo tal como venían, obedeciendo educadamente a la ley de gravedad, apoyando hasta el último milímetro de su perímetro para marcarlo en el piso, para marcar definitivamente su presencia, no arquitectónica, más bien de propiedad, para que no queden dudas de su impermeabilidad. Los pobres regados jardines sólo contaban con carteles de “no pisar el césped” o de “propiedad privada”, las puertas, también de vidrio y de aluminio, también espejadas y doradas, marcaban un filo prolijo a ras con la fachada.

Nadie, en los días que estuve, se animó a acercarse, salvo que estuvieran invitados por sus remises y sus reservas o, en el mejor de los casos, que tuvieran que mantener el prolijo césped, pisándolo.



Cap. III, Córdoba 2


El edificio en el que vivo es de 1948, uno de los primeros, debo decir, en arriesgar seis pisos residenciales en la ciudad, cuando todavía la especulación sonaba deshonrosa, y la movida inmobiliaria, aunque existiera, no era moneda corriente como por estos días; eran épocas en que se llamaba desarrollista al que pertenecía a un partido político con ese nombre. Este edificio fue precursor también en esa tipología: hacer plata, lo mismo que abiertamente harían todos los edificios de propiedad horizontal de Nueva Córdoba desde mediados de los ’80. Por esto no se podría esperar que este edificio regalara metros cuadrados de vereda, al contrario, su planta baja se construyó hasta el límite, como corresponde. Sin embargo, la puerta de entrada está retrasada unos noventa centímetros de la línea de edificación, lo que redunda en noventa centímetros de amparo bajo techo y de suelo distinto al de la vereda. Este lugar, de unos tres metros cuadrados, aloja muchedumbres los días de lluvia, y en otras oportunidades, a chicos que sus articulaciones todavía les permiten usar diez centímetros de desnivel como asiento para poder tomar una coca cola.

Algunos se intimidan cuando abro la puerta para entrar o salir, la cercanía y la invasión son parámetros complicados en estos lugares.



Cap. IV, Bancos en la vereda


Mis abuelos maternos vivían en Colonia Castelar, típico pueblo de inmigrantes italianos de Santa Fe, con calles de tierra, casas salpicadas alrededor de una plaza grande. Las casas, al igual que la plaza y las calles fueron planeadas con mucho optimismo (no vaya a ser que les pase lo mismo que a los pueblos de origen medieval!), sus fachadas copiaban la línea de propiedad sobre la vereda, de manera que el crecimiento de la ciudad se materializara como debía ser, y como sabían los hábiles maestros de obra que las hacían. De más está decir, eran casas previas al boom californiano de chalets y jardines, intentaban construir ciudad en el medio de la nada, sus jardines hubieran resultado vergonzosos frente a miles de hectáreas de pastizal.

Así las cosas, tanto las tradiciones de mis abuelos, como la conformación de sus casas, encontraban por la tardecita un momento en común, una especie de danza rutinaria y esperada; ellos, mis abuelos, ocupaban unos bancos de granito y patas de hierro fundido que se ubicaban ceremoniosamente sobre la fachada, a lo largo de la vereda, desde ahí, espantando los mosquitos primero, y la jungla de bichos que atraían las luces después, se disponían a comenzar la danza crepuscular.

Aquella danza tenía sus protocolos, los nietos jugaban a la vista de los abuelos o padres, y el paso de los vecinos se saludaba con un “chau” (un hola, o cómo andas hubiera sonado desubicado)

Hoy quedan algunos bancos vacíos en las veredas, y poco de aquella tradición. Para los nietos contemporáneos el umbral social se trasladó de la calle a la pantalla.


Ricardo Sargiotti / Abril 2019


(Imagen: George Grosz "Dämmerung" (Twilight ), 1922)

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