¿De qué Patrimonio me hablan? (apuntes sobre el Patrimonio Arquitectónico)
Ensayo escrito en oportunidad de una ola de opiniones mediáticas sobre demoliciones de edificios (supuestamente) patrimoniales en la ciudad de Córdoba durante mayo y junio de 2006.
Después de haber leído las notas de los últimos tiempos donde aparecen tantos personajes preocupados por la defensa del patrimonio arquitectónico de la ciudad, me queda la sensación de estar en medio de otro de los tantos debates estériles a los que estamos acostumbrados; esos que usan mecanismos tales como expandir el tema hasta que llegue a generalizarse, especular soluciones mesiánicas y demagógicas y, finalmente, diluir el tema original, dejando que el tiempo actúe para su olvido. Hasta aquí, nada de nuevo.
Sin embargo, esta situación me motiva a escribir sobre el tremendo vacío que dejamos los arquitectos a propósito de un punto que, entiendo, debe ser crucial: la calidad arquitectónica.
Pareciera que los discursos de estos días igualan todas las construcciones usando la antigüedad como único parámetro o, todavía peor, la anécdota complaciente. Se escuchan opiniones infantiles y carentes de solidez técnica, basadas en clichés como: viejo igual a bueno o alto igual a malo. La valoración arquitectónica (racional y crítica) sobre lo que se puede o no demoler y, sobre todo, de lo que se construye en su lugar no parece ser agenda de interés.
Sabemos de sobremanera que la ciudad es un organismo en permanente mutación que se debe renovar para continuar vivo. La cuestión a considerar es si el resultado de esa mutación nos lleva hacia un monstruo o hacia una ciudad mejor (y de eso se tratan las decisiones sobre el patrimonio, pasado o futuro) y, si bien los actores responsables son muchos y de variados intereses, no podemos menos que reconocer que por nuestra disciplina pasa la mayor carga: haciendo, demoliendo, decidiendo, reconstruyendo, reciclando. Sobre esto, algunas reflexiones.
– La inmensa mayoría de las construcciones que vemos crecer día a día en Córdoba carecen por completo de valor arquitectónico, son respuestas decorativas y kitsch, a una demanda especulativa infrenable. No me refiero sólo a los edificios en fase de terminación, una revisión de los carteles de obra, folletos o web de inmobiliarias nos llevan a recomponer un paisaje futuro nefasto, con un poco de Miami, un poco de Rotterdam, un poco de España y mucho de improvisación y superficialidad. Resulta difícil pensar que semejante escenario pueda aspirar a ser llamado alguna vez patrimonio -si por tal entendemos al conjunto de obras que se precien de ser respetadas por su valor-.
En esta Córdoba, presente y futura, las construcciones deberían, al menos, llamarse al recato, aludiendo a ese valor moral de la humildad tan olvidado desde los ’80 y tan bien practicado en los ‘50 y ‘60. Los edificios deberían dejar de gritar su presencia con los argumentos de la banalidad. Una ciudad llena de obras maestras (reales) puede producir el hastío de quien se siente superado para absorberla, pero una ciudad repleta de obras mediocres y envolventes pretenciosas produce sólo decadencia.
Adolf Loos decía que cada ciudad tiene los arquitectos que se merece, Magnago Lampugnani, parafraseando al maestro austriaco, decía que, a la larga, cada arquitecto tiene la ciudad que merece. Resulta lamentable caer en la cuenta que, como arquitectos, empecemos a merecer esta ciudad.
– El mecanismo que enfrentamos los arquitectos para poder llegar a la concreción de una obra no es el óptimo: el inversor elabora su plan a partir del consejo (conservador) del agente inmobiliario, y de las ordenanzas que parecen hacer todo lo posible para que la arquitectura, la ciudad y el sentido común no sean considerados; en paralelo, la infraestructura de la ciudad es siempre un problema para el próximo gobierno y las autoridades (¡de patrimonio!) promueven el absurdo mantenimiento de fachadas. En este marco me pregunto si es posible aspirar a tener una arquitectura de valor, que mejore la calidad de vida y colabore al sentido de pertenencia e inclusión de sus habitantes, cuando al mismo momento, como arquitectos estamos delegando nuestras funciones porque no somos capaces o, simplemente, porque no queremos perder el negocio. ¿tendremos en ese caso la ciudad que merecemos, como decía Lampugnani? ¿Podremos seguir opinando sobre patrimonio sino somos capaces de construirlo?
– El acto de proyectar es una constante toma de decisiones donde es tan importante lo que escogemos como aquello que dejamos de lado. De la misma forma y con la misma rigurosidad debemos actuar sobre el demoler y el construir. Que en esa casa haya pernoctado Lugones no la convierte automáticamente en arquitectura de valor a la que debemos salir todos a abrazar para que no se demuela. En cambio podríamos hacerlo ante la vergonzosa construcción que se levanta al lado de la mejor obra de Togo Díaz en Córdoba, no sólo por mediocre (en ese caso no nos alcanzarían los brazos) sino porque desnaturaliza absolutamente un obra de arquitectura de plena urbanidad. Y sobre esto, debo decir, no escuché protesta alguna.
– Por último, arquitectos, además de la responsabilidad sobre lo que se construye, debemos asumir que tanto con el hacer como con el opinar cargamos (creo que todavía) con la confianza de la sociedad. De algún modo ese hacer y decir se transforma en mensaje aleccionador y formador de opinión. Entonces, no continuemos engañándonos y engañando a la sociedad con medias tintas como los proyectos de Patio Olmos, edificio inteligente o el Buen Pastor, sólo aportan confusión, pueden hacer creer a cualquier desprevenido que de ese modo se “salva” un patrimonio, cuando, en realidad, se les está quitando cualquier posibilidad de envejecer dignamente o, sabiamente, de acudir a la eutanasia que tan bien describiera Elías Torres: ¡Mejor muertos!, como Marilyn, pero vivos por deseados e intactos en el recuerdo.
Ricardo Sargiotti
Junio 2006 / Marzo 2015
Postscriptum 2015
Como se notará, el texto original fue escrito durante un momento de efervescencia mediática sobre el tema “Patrimonio arquitectónico”. No recuerdo cuál fue el caso particular que lo desató en ese entonces, ni creo que tenga mucha importancia; seguramente había ya sucedido antes y continuó repitiéndose después cada vez que algún hecho atrajera la opinión pública, con un patrón de comportamiento muy similar al que aludiera aquel texto. Reconozco en el hastío que tales circunstancias me producían el carácter agresivo y excesivamente moralista del escrito del 2006. De cualquier manera, entiendo que aquella condena encerraba un problema mayor que no podría ser enmendado con una corrección de forma, y es el de la confusión entre el concepto de patrimonio y el de calidad de la obra de arquitectura.
La etimología del sustantivo patrimonio (heredado del padre, raíz patr-pater-padre-) aclara algo mejor el concepto amplio de patrimonio, da lugar a considerar la pertenencia como cualidad fundamental de su existencia, no la calidad de lo recibido, sino más específicamente, aquello que pueda sentirse propio. Por ejemplo, nuestro ADN no seleccionó heredar lo mejor de nuestros antepasados, quizás la nariz del abuelo y el mal humor de la tía no hubieran sido de nuestra elección, sin embargo, esa condición no los desacredita a formar parte de nuestra personalidad. Sí podemos, en cambio, añadir y modificar parámetros en aquel ADN que se transmitirá a futuras generaciones, a partir de mejoras en nuestra personalidad y asumir así la responsabilidad que nos compete: lo que seamos capaces de legar (de nuestra herencia y de nuestro pasar) es aquello que consideremos de mayor valor y necesidad, con el mismo cuidado en que prepararíamos la mochila de nuestros hijos para una larga excursión de vida.
Si usamos dicha analogía podemos extraer algunos conceptos que sirvan para iluminar una alternativa a la comprensión y al trato del Patrimonio en la arquitectura (y la ciudad y el territorio):
Debemos elegir: de igual modo que en el caso de la mochila, o en aquello que queramos legar a nuestros hijos, resulta necesario evaluar concienzudamente el valor de lo que consideramos indispensable, las circunstancias nos obligarán a decidir qué parte de nuestro patrimonio será el necesario para sus jornadas venideras. La elección puede ser difícil, y para eso hay que estar preparados: la opinión de otros, si bien importante, no será la que corte los lazos de sentimientos ni nuestra conciencia de necesidad o nuestra responsabilidad.
Debemos actuar mesuradamente: ni la prisa ni la ansiedad nos permitirán tomar las decisiones apropiadas, el tiempo, la decantación y la reflexión son mejores entornos. Tenemos que saber de lo que hablamos y asumir los riesgos de “pensar distinto”, la experiencia propia de haber transitado algunas jornadas con carga excesiva, con ausencias queridas o con memorias recortadas, nos dan argumentos suficientes para hacerlo.
Ricardo Sargiotti
14.2.2015
コメント