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I. Nacimos modernos
Mientras daba vueltas con este texto de tiempo atrás sobre la dificultad de diseñar las cuestiones más básicas de la arquitectura, se publicó una entrada en el blog Plataforma Arquitectura bajo el nombre “Nadie nace moderno: las primeras obras de los maestros de la arquitectura del siglo XX” de Julia Brant. En ese ensayo se alude a una verdad conocida por todos aunque pocas veces valorada: los grandes modernos del siglo pasado comenzaron aprendiendo y haciendo la arquitectura de su tiempo, con el oficio y la tradición de los constructores y las reglas de la escuela de Bellas Artes. Es el caso de los arquitectos citados, Wright, Mies, Le Corbusier, Aalto, Niemeyer y Costa, cuyas obras posteriores solemos percibir como nacidas de una probeta, como robots de piezas perfectas que no tuvieron infancia.
Seguramente a la lista de referencia, podemos sumar el resto de los grandes arquitectos de la primera mitad del siglo XX, pero también todos los que se formaron hasta, más o menos, los años ‘40 en cualquier lugar del planeta[1], los que, poco a poco, se vieron envueltos por la fascinación de las obras de aquellos. De estos últimos recibimos una versión descafeinada de estética moderna quienes estudiamos en la última parte del siglo.
Así es que para los que estudiamos de los ’70 en adelante, el modernismo era una condición en las escuelas, toda la abstracción de un vocabulario que había demandado un par de siglos de maduración, para nosotros era el punto de partida. En pocas palabras, hacíamos paños vidriados, sin haber hecho ventanas, y planos ocultos y abstractos sin saber cómo se hacía un techo: lamentablemente, nosotros habíamos nacido modernos.
Más aun, siguiendo este razonamiento, los que vienen, (los que están), nuestros pobres estudiantes milenials y nativos digitales, deben enterarse de la arquitectura a través de un look book[2], sin cargo de conciencia por no saber hacer una puerta, una ventana o un techo. Todo les aparece compaginado en el mismo instante y sin jerarquías, puede elegirse del catálogo universal de google y ser modelado en sketchup en pocos minutos; de la construcción se encargará el albañil o la industria y del sentido tendrá que hacerse cargo el gente. Aunque, siendo optimista, quizá esa inocencia les permita concentrarse en cuestiones más trascendentes que hacer una puerta, una ventana o un techo… Veremos.
También cabe pensar, más allá de las incertidumbres generacionales, que por los ’60, dos grandes del posmodernismo, Robert Venturi y Aldo Rossi, ya se percataron de una situación similar: la hecatombe existencial del International style; no porque se viera mal, simplemente porque se había convertido en una máquina para no pensar. ¿Estaremos en ese punto de nuevo?
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II: De puertas, ventanas y techos
¿Por qué hacer una puerta o una ventana resulta tan fastidioso cuando se proyecta arquitectura?
Una primera respuesta podría ser que sus nombres llevan implícita una determinada figuración y, por tanto, nos aleja de la abstracción, tan moderna y tan anhelada. Su carga de tradición y su prefiguración están asociadas a sus nombres: puerta, ventana y techo. Pero para la modernidad, o al menos aquellas recetas que creímos entender, las ventanas no deben parecer ventanas y los techos no pueden parecer techos. Desde entonces estamos empeñados en hacer ventanas y techos que no lo parezcan, aunque en el camino olvidemos los mínimos desempeños que los definen: la ventana es un hueco en la pared que permite el paso de la luz y controla el del aire y el techo es un plano superior que protege de la lluvia y el sol sin sucumbir a la flexión, sólo eso.
Por el contrario, las respuestas puramente pragmáticas que últimamente parecen provenir de la industria, de los “idóneos” y hasta de los comitentes enfurecidos, aunque respondan perfectamente a las condiciones técnicas (hecho no menor, por cierto) distan todavía de resolver el meollo de la cuestión. Los arquitectos bien sabemos que no sólo cuenta el “qué”, sino el “cómo”, su buen funcionamiento no es suficiente.
Hay intentos, de lo más heroicos, que usan de la semiótica como herramienta de proyecto, los que intentan encarar el problema de la puerta, la ventana y el techo sacándoles sus nombres para despojarlos de su prefiguración, para desinhibirlos de sus cargas. Su campo de acción es mayormente el del proceso de gestación del proyecto, por eso se lo puede tomar como una cuestión sistemática o metodológica que, cabe decirlo, necesita de mucho más trabajo e imaginación. Era el preferido de Rafael Iglesia cuando decía: “Usá el verbo, no el sustantivo, no digas puerta, decí pasar”. En su caso, los resultados valieron el esfuerzo y la porfía. No siempre es así, lamento decirlo.
Souto de Moura no se cansa de repetir que hacer una abertura en un plano es la tarea más difícil de la arquitectura (mientras mira de reojo las maravillosas ventanas de su amigo Siza) Souto aduce que nuestras construcciones no tienen la escala para que los elementos posean la gracia necesaria y cumplan eficientemente su rol. A los paramentos les falta espesor y los techos están demasiado cerca de las líneas de dintel estándar. Agrego, todas cuestiones que no acontecían en la arquitectura pre-moderna, donde aberturas y techos jugaban pacientemente en la composición y las aberturas, a pesar de su dimensión relativamente pequeña, se bordeaban de relieves, cornisas y tímpanos para dar escala al “hueco”, a la vez de protegerlo.
Volvemos así a la disyuntiva inicial, resulta difícil hacer una ventana, puerta o techo. La abstracción moderna, cuando contradice al elemento y su rol, provoca arquitecturas de mayor o menor valor (por eso no es directamente aplicable ni mucho menos una receta), puede producir el Pabellón Barcelona como cualquier fantochada minimalista poco practicable y con el riesgo de dejar pasar el agua, el sol o las miradas donde no debe. Por otra parte, cuando se acude al sistema clásico de composición de planos tal como los que ilustran las fachadas corbusieranas parece que nos estamos acercando a Alberti con antojadizas perforaciones en muros sin espesor, basados en decisiones que se reducen a las dos dimensiones y perdiendo el terreno ganado, supuestamente, durante el siglo XX.
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III. Apéndice
Cuando escribía estos desordenados pensamientos sobre los pobres y necesarios arquetipos de puerta, ventana y techo, los primeros personajes que me vinieron a la mente fueron los dos maestros suecos, Asplund y Lewerentz, ambos, el segundo más que el primero, escenificaron personalmente en sus trayectorias, el paso sutil (sin sobresaltos) del clasicismo nórdico a la primera modernidad. En la capilla en el bosque, realizada por ambos en 1920, el techo, no es sólo una apología del techo en su manifestación, define y compone toda la arquitectura, su razón de ser y su trascendencia, mientras funciona como techo. Por su parte, las ventanas en las tardías obras de Sigurd Lewerentz de Sant Mark (1956-64) y Sant Peter (1962-66) parecen demostrar que para llegar a tal grado de perfección es necesario recorrer un camino que comienza con el aprendizaje clásico, para después poder cuestionarlo. El caso de Lewerentz pone en jaque gran parte de las supuestas escapatorias intelectuales o estratégicas que mencionaba al inicio de esta nota. Y me deja sin palabras.
Ricardo Sargiotti / Junio 2018
[1]Recuerdo que Togo Díaz, que habría estudiado arquitectura en Córdoba por los ’50, comentaba haber aprendido el “magnífico juego de los voúmenes bajo la luz” dibujando las sombras de los órdenes clásicos.
[2]Look book es el formato de catálogo usado en la actualidad por tiendas de moda, en ellos se muestran imágenes de deseo basadas en un supuesto look personalizado que se lograría a partir de usar sus productos (a diferencia de los catálogos basados en los artículos independientes)
Imágenes
High Noon, Edward Hopper, 1949
Sigurd Lewerentz, Capilla de la resurrección 1920-25 / Sant Peter, 1962-66
Casa en hilera, Heinrich Tessenow, ca.1911 / casa Farnsworth, Mies, 1946-51
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