El desmontaje de un circo ambulante equivale al momento más triste y patético de esta actividad comentaba un empresario circense al periódico. Podemos imaginar que ese momento de levantar amarras produce un desasosiego similar al vacío que sienten después de cada función. Los trajes y las luces, los aparatos y los animales, los clowns y los domadores, vuelven a enfundarse en sus raídas y sinceras apariencias, a ser, simplemente, seres humanos que permanecerán así hasta que los tiempos ordenen una próxima función.

El tiempo del espectáculo, para los habitantes del circo, es puro frenesí que se nos transmite a quienes, ignorantes por un momento de sus humanidades, nos hacemos cómplices. Nuestro lapsus de abstracción y encantamiento como espectadores coincide con el de su mayor inversión, con aquel que da valor a sus vocaciones y a sus anhelos, y por qué no, a sus necesidades. Luego nos retiramos, y con el tiempo olvidamos.

Venecia tiene una rutina similar. Se viste con sus mejores galas para recibir magnánima una gran cantidad de público algunas horas al día, aunque, a diferencia del circo, y como buena ciudad, no se desmantela luego de sus funciones, al contrario, las sobrevive y las trasciende, con todos sus escenarios y butacas en orden. Es cuando sus habitantes, manteniendo o no sus trajes y sus roles, vuelven a tomar dominio de su ciudad, en una actitud, podemos suponer, opuesta a la desazón del empresario circense (a la de los desencantados actores).

Estas dos Venecia que conviven y se solapan de manera más fluida que cuando en el circo se apagan los reflectores, comparten los parámetros que la definen como ciudad sostenible (al menos de acuerdo a las acepciones contemporáneas del término). En una mirada superficialy global, Venecia parece completar gran parte del check list que se le pide a una ciudad: no hay automóviles, se camina, sus espacios públicos son de calidad y muy usados, una gran resiliencia en su infraestructura edilicia y no tiene periferias relegadas. Al mismo tiempo, la otra Venecia, aquella que podemos mirar de cerca luego del tumulto, acusa algunos índices preocupantes, su población estable disminuye o se desplaza arrastrada por una gentrificación a nivel regional (porque el mercado no tiene corazón), sus aguas sufren un deterioro constante y la invasión de cruceros diarios pone en riesgo un ecosistema de alta sensibilidad.

Es sobre esta segunda Venecia (o debiéramos decir primera) que se guarda las mejores atracciones para cuando el público la deja, que debiéramos concentrarnos. La vida que transcurre tras bambalinas para los pasantes, la que Brodsky, Calvino o Borges supieron descubrir. Tan necesaria que su ausencia o desaparición, desmontaría aquella gigantesca carpa.

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