Editorial de Revista Domus N° 768 / Febrero 1995 / Vittorio Magnago Lampugnani
Traducción de editorial
Deformamos nuestras tierras rurales con redundantes autopistas de seis carriles donde después los vehículos, que podrían acelerar hasta doscientos kilómetros por hora, se ven obligados a obedecer la velocidad reglamentaria impuesta por las señales, el radar y la policía. Dotamos a nuestras ciudades con poblaciones satelitales situadas a distancias considerabilísimas del centro de esas mismas ciudades, para luego vincularlas trabajosamente mediante súper autopistas y, en el mejor de los casos, a través de trenes o subterráneos.
Articulamos nuestros edificios de manera compleja y a veces hermética, de manera que con frecuencia no es fácil encontrar el ingreso, y casi siempre imposible orientarse en el laberíntico interior sin la ayuda de sofisticados sistemas de señalización superpuestos a posteriori sobre una enmarañada arquitectura.
Proyectamos nuestros interiores, por motivos económicos y por comodidad del arquitecto, sin luz natural, para luego iluminarlos artificialmente con lámparas que producen gran cantidad de calor que, a su vez, debe ser forzosamente eliminada mediante costosos y extravagantes sistemas de aire acondicionado.
Producimos nuestros mobiliarios con materiales ecológicos y con procedimientos que respetan el ambiente natural, pero los diseñamos de tal manera que pueden seducir y aun obligar a los compradores a desecharlos después de un par de temporadas, creando con ello la necesidad de nuevos productos (y por lo tanto nuevos consumos energéticos), y contribuyendo a las montañas de desechos que afligen a los paisajes de la tierra.
Atribuimos a nuestros objetos de usos, siempre más elegantemente vestidos, formas abstractas que no evocan las funciones del objeto mismo, y estilizados controles desconcertantes que obligan al usuario a estudiar fatigosamente tediosos manuales de instrucciones para su empleo.
Todos estos son ejemplos de problemas inútiles que surgen de aproximaciones equivocadas. Si simplemente detenemos la construcción de tantas autopistas demasiado veloces no habría una necesidad ulterior de instrumentos para reducir la velocidad de los vehículos, los cuales, sobre las normales calles estatales no pueden alcanzar, en cualquier caso, tal peligrosa velocidad.
Si detenemos la construcción de pueblos satelitales apartados del centro de la ciudad, el problema de conectarlos con la ciudad no existiría. Basta conferir a los edificios una implantación simple y clara para no generar la necesidad de un especial sistema de orientación. Basta con iluminar y ventilar naturalmente los espacios de las viviendas para reducir al mínimo la necesidad de iluminación artificial, y totalmente la del aire acondicionado. Si proyectamos muebles duraderos no tendremos el problema de su eliminación por los rechazos. Basta diseñar objetos de uso que se comprendan para no tener necesidades de instrucciones prolijas y complicadas.
El supuesto es, lo admitimos, aquel de un terrible semplificateur. Denuncia una condición de malestar real, aunque no siempre fácilmente remediable.
La condición de malestar es esta: la cultura del proyecto, escuchando sobretodo las sugerencias imperiosas de la ideología, de la tecnología, del marketing y de la moda, ha sido de manera creciente atrapada por condicionamientos que han superado sus esfuerzos de las exigencias primarias que han sido el punto de partida.
Nos parece inútil reconstruir la historia (la cual tendría que ser reconstruida caso por caso) de tal separación. Sería mejor tratar de inmediato cerrar la brecha. Y para hacerlo, habría que aprender de las vanguardias. En los albores de nuestro siglo, ellas han cuestionado todo y a todos, recomenzando desde un principio para cada problema que se han planteado. Este recomenzar, que a veces nos ha parecido afectado, les permitió ver cosas a través de una mirada cándida y, en consecuencia, lograr resultados sorprendentes. Existía una necesidad, entonces, de abordar la ruta demasiado trillada del eclecticismo historicista. Hoy es necesario liberarse de la maraña de conocimientos generados por la sucesión a veces contradictoria de los desarrollos modernistas.
Porque en efecto, esos desarrollos no siempre condujeron a progresos reales. A menudo, los progresos parciales fueron seguidos por un retroceso. En el curso de la historia reciente, no ha cambiado solamente la dirección de las investigaciones sino también el sistema de coordenadas en el cual tales investigaciones se inscriben.
Es necesario dar un paso atrás y verificar, con ojos desilusionados, si el camino recorrido nos ha llevado hacia adelante o, volviendo hacia si mismo nos ha forzado a vacilar y aun a retroceder. Curiosamente, nos daremos cuenta que a veces es precisamente por mirar atrás que podemos lograr progresos. En la tradición, en efecto, encontraremos que algunos de los problemas que hoy nos afligen han sido ya resueltos antes, en un pasado más o menos remoto. Con la mente limpia y liberada de prejuicios, descubriremos, ya casi prontas o al menos correctamente establecidas, aquellas soluciones inmediatas y cristalinas que en el mundo de las contradicciones del presente hemos buscando en vano.
Una condición necesaria es que la mirada atrás sea verdaderamente desilusionada: de manera de poder elegir sobre la base de lo que realmente buscamos. No se trata de complacernos con la tradición considerándola un valor en si. Se trata de buscar y encontrar, en la tradición, soluciones modernas. También el pasado debe ser observado a través de los ojos del presente. Debe ser visto, en suma, como una acumulación de proyectos que requiere ser explorada, cauta, inteligente y astutamente para extraer las límpidas respuestas que están sepultadas por un olvido en el cual ellas continúan e inevitablemente caen.
Vittorio Magnago Lampugnani / Domus, Febrero 1995