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Funes el renegáu

Pequeño cuento (casi) para arquitectos.

Me la sé de memoria seño. -“Cuántas veces te tengo que repetir que hay que razonar, no estudiar de memoria, Rodrigo!”. – Y bueno, Usted la escribe en el pizarrón y ahí se me fija, como una figurita, no me queda que repetirle la tabla del siete. Y si me apura, le digo el número que marcó en el celu la semana pasada en clase. -“Pero Rodri querido, ¿por qué siete por tres es veintiuno? ¿Te das cuenta que si no razonás no vas a poder resolver cosas que no viste antes? Encima ¡hacés quedar como inútiles a tus compañeros!”. -¿Qué quiere que le haga seño?, desde que me caí del skate, el presente se me hace demasiado nítido, y no me lo puedo sacar de encima… Me deja ir? Ya deben ser como la una y dieciocho. –“Sí, andá y, por favor, no mires Tinelli esta noche, sino me distraés la clase de mañana con esos detalles que nadie vio”.

Como podrán imaginar, me acuerdo mucho más de mi infancia, podría relatar cada día de clase de los trece años que pasé ahí. También imaginarán (aunque no debería pronunciar ese verbo sagrado) que el colegio me aburrió muchísimo. Con el tiempo dejé de mirar el pizarrón y me enchufaba auriculares para no escuchar las explicaciones de las profesoras, de esa forma tenía una excusa para hacerme el que estudiaba en casa, lo que significaba leer una vez toda esa información. Entre mis logros de esa época podría enumerar haber sido el mejor alumno de cada uno de los años, abanderado sin escoltas (era demasiada la diferencia con el resto de los alumnos), primer premio en ocho olimpíadas de matemática, tres de química y cuatro de física. Además hice ganar el viaje de estudios a mi curso en un torneo de preguntas de la tele, y el IQ en internet me daba el puntaje más alto posible para un posdoctorado. Me llevó tiempo darme cuenta que las pruebas de IQ miden memoria y velocidad, no inteligencia. También puedo decir que terminé la secundaria casi sin amigos. Tenía problemas con el fútbol, podía calcular exactamente dónde iba a caer la pelota considerando el viento, la fuerza de quién pateaba y cómo había acomodado el cuerpo y el pié para pegarle. El problema es que cuando la pelota llegaba y yo tenía que seguir la jugada, algún avivado se me cruzaba y la perdía. A los trece, abandoné el fútbol, hecho que me acarreó una efímera popularidad entre mis compañeros. Con las chicas no me fue mucho mejor, se aburrían brutalmente de mis historias y, cuando se expandió mi fama, ni las nuevas, viniendo de otras ciudades, me daban bola.

Cuando terminé el cole, me llovieron becas para estudiar en la universidad. De laboratorios químicos, de cámaras de comercio o industria, de sociedades de fomento, hasta de la policía, cosa que nunca entendí. Cumplía en abundancia con todos los requisitos y casilleros del ministerio de educación para ser un genio, requisitos que, desde ese momento, empezaría a poner en dudas. Pero debo confesar, mi verdadera preocupación era qué estudiar. Las ciencias duras parecían mi destino: Biología, Química, Física nuclear, Economía; o sus derivados, Ingenierías varias, Bioquímica, Ciencias Económicas, etc, etc. Los tests vocacionales me mandaban por un tobogán a cualquiera de ellas y yo me resistía, fue cuando mi mamá me empezó a llamar “renegaú”. Por mi parte sentía que tenía que aprovechar la oportunidad que me daba la universidad: ahí seguramente me pondrían a prueba con dificultades verdaderas, me ayudarían a razonar y enfrentar retos inesperados, me motivarían a construir una personalidad, a ensayar nuevas habilidades y, a lo mejor, hasta ganarme una minita. Entonces me dije: “si hasta ahora me aburrí de repetir fórmulas, ¡vamos por arquitectura!”.

Tengo que decir que empecé con algunos problemas. Armar maquetas conceptualesy dibujar lo que la música me decía, me costaba mucho. No entendía qué querían que haga ni para qué me serviría. Con las matemáticas, historia y todas las materias en que tenía que “estudiar” me iba bien con la fórmula de siempre: leer el pizarrón o el apunte y listo, diez siempre. Para el resto de las materias, las de diseño, un profe de los primeros años me avivó: -“Mirá pibe, vos lo que tenés que hacer es estudiarte las obras de los que salen en ‘El Croquis’[1], a cada proyecto que te pidan, le ponés un poco de Koolhaas, otro poco de Siza, algún japonés y no le vas a errar”. Sabias palabras. Estuve dos días en la biblioteca para memorizar todos y cada uno de los proyectos que llenaban las revistas: así que de la memoria al proyecto no era más que un paso (un paso que el autocad facilitó ya que no sabía dibujar a mano). A veces le erraba, y a algún profe muy racionalista le entregaba un proyecto con partes de Gehry o Miralles y me sacaba un ocho. En esos casos aprendí que tenía que mirar cuáles arquitectos mostraba en sus teóricos y de ahí revolver en mi base de datos las imágenes que me pondrían a salvo. Así pude sortear toda la carrera con calificación máxima y terminé, de nuevo, con medalla de oro y bandera.

De cualquier manera, lo más importante pasaba en paralelo: mientras cursaba, hacía ayudantías en dos o tres materias. Desde segundo año los profesores de las materias teóricas me invitaban a sus clases y entonces empecé a sentir esa increíble sensación de ser útil, que lo alumnos me escucharan y me llamaran para que les explique lo que el profe había dicho. Con el tiempo me di cuenta que lo que hacía era repetir con puntos y comas lo que el profe había dicho o escrito, no explicaba, sólo les hablaba más pausadamente. Los problemas aparecían cuando me hacían alguna de las dos preguntas feroces: “¿y, por qué?” o “¿Para qué?”. Me corría un sudor frío y les volvía a repetir el enunciado de atrás para adelante o reacomodando los factores de la ecuación para que pareciera diferente, no siempre salía bien, a veces se daban cuenta.

Afuera del curso, las cosas no mejoraron. Las mismas chicas que me hacían sentir como un héroe, me ignoraban como a una piedra en los boliches y hasta en la cafetería de la facultad. Tenia muchos compañeros, pocos amigos, en realidad, uno solo: Jonatan Pereyra.

Con Jonatan pasábamos un buen tiempo juntos, yo me hacía el que estudiaba con él, aunque en realidad lo hacía para divertirme con sus conjeturas, sus juegos de palabras y los chistes que armaba de cualquier tema. Mientras yo le repetía de memoria una lección, él miraba al infinito y me salía con cualquier cosa –“Che, ¿para qué perdemos tiempo con fórmulas que jamás vamos a usar?, o –“¿Si Palladio era un groso, por qué no lo vemos en Proyecto en lugar de momia en Historia?. Mezclaba todas las materias, todos los saberes distintos, me volvía loco. Cuestionaba cada cosa que nos daban y ¡hasta discutía con los profes aunque no supiera la lección!

Sus intereses lo transportaban a otros mundos, le gustaban la música y el cine (“lo que venga, después veo con qué me quedo” solía decir), jugaba bien al fútbol, aunque lo dejó porque le estresaba la competencia. Con las chicas tenía suerte, siempre alguna ocurrencia que las hacia reír, y así entraban. Recuerdo su consejo para cambiar mi suerte al respecto: “Rodri, aflojate un poco, aprovechá tu chamuyo, les recitás un poema de Neruda, lo empalmás con lo que sabés de Mies, le ponés música de Chayanne y, por lo menos una estudiante romanticona te enganchás”. Probé varias combinaciones: Benedetti, Corbu y Maná; Whitman, Testa y Coldplay, y hasta Bucay, Calatrava y Enrique Iglesias! No hubo caso, me costaban mucho las conexiones, los tres elegidos del caso seguían por sendas separadas, y la chica se iba mirándome raro.

Durante mis ayudantías también entré, al increíble mundo de las investigaciones, los papers, los seminarios y las conferencias. Principalmente en las materias que me invitaban había una especie de carrera por acumular todos esos galardones. Al comienzo ayudaba a los docentes a completar cientos de hojas con información copiada de algún lado y mezclada con otra, todo con muchas citas. A veces, les preparaba power points para una ponencia, me decían –“che Funes, te acordás dónde estaba esa frase de tal? o –“¿Cuál era el filosófo que andaba con eso del rizoma?”. Así me fui ganando un lugar entre los elegidos, me acordaba de todo.

Seguí las recomendaciones de aquellos profes, si quería “ser alguien” tenía que “hacer curriculum” y la verdad, no parecía difícil, era sólo seguir haciendo eso mismo, juntar papeles, mandar ponencias, dormir en una conferencia (mientras más pesada mejor) y, sobre todo, citar, citar y citar. El paso a la carrera docente fue automático, apenas recibido me presenté a dos concursos y, con todo mi curriculum me fue fácil ganar con el puntaje de mis antecedentes. De ahí en más las investigaciones pasaron a ser mi razón de ser, el titular me daba el tema y me decía qué autores usar, y listo. Al poco tiempo era investigador becado por todos los entes nacionales y provinciales posibles, curiosamente, nunca nadie me preguntó para qué servían mis investigaciones (menos mal, ¡no hubiera sabido qué decirles!). La pasaba muy bien, mandaba ponencias con partes de las investigaciones, juntaba información, la tipeaba, le ponía lindas imágenes, un montón de citas y, adentro, otro viaje, otro congreso, otra publicación. Había temas de onda: patrimonio, sostenibilidad, inclusión y espacio público, temas que me dieron muchas millas en el curriculum y me facilitaron hacer la maestría y doctorado, recuerdo que mi tesis doctoral se llamaba “sostenibilidad y espacio público en la planificación jesuita de Villa Rumipal entre el 1690 y 1692” . Creo que nadie se dio cuenta que ni siquiera estuve en Rumipal.

Así transcurrían aquellos años de joven arquitecto. Haciendo caso a mis tutores y sin esfuerzo, me había ganado un lugar entre los “profes fuertes” de la facultad. Como me sabía perfectamente cada una de las condiciones que debía cumplir una investigación me consultaban desde la secretaria de la facultad, de la universidad o del conicet. De la coneau me preguntaban cómo evaluar la carrera de arquitectura. Yo siempre tenía alguna cita o fórmula a mano, y esa gente, toda muy seria, me quería mucho. Por otra parte, entre los cargos docentes y de investigación, me bancaba la subsistencia y, como si fuera poco, ¡me aseguraba la mutual y la jubilación!

Un día, hace ya dos semanas, me encuentro, después de varios años, con Jonatan, mi viejo amigo de la facultad. Estaba algo desprolijo, su barba y su look no eran lo que se pueda calificar de hipster, mucho menos de profesional exitoso. Así y todo, los ojitos le brillaban junto a su sonrisa imborrable, estaba de buen ánimo. Nos pusimos al día, le conté de mis cosas tratando de no abusar de mi memoria, ya que Jonatan no parecía del todo divertido. El, por su parte, había pasado por dos estudios de arquitectura, donde se cansó de dibujar y redibujar casitas country, luego por una constructora “salvaje” (según su calificación) para terminar trabajando conjuntamente con un carpintero y un herrero con los que hacía “todas esas cosas que la gente necesita y no sabe que se pueden hacer”, diseñaban y construían juntos, les iba muy bien, hasta habían ganado un premio estímulo en un concurso escandinavo de innovaciones. Quedamos en juntarnos nuevamente, café por medio, y seguir la charla.

Supuse que aquello no pasaría de una expresión, pero me llamó hace diez minutos para decirme que andaba por aquí y por qué no nos encontrábamos en el bar de la esquina. Allá voy.

– Rodri, me quedé preocupado por lo que me contaste de tu vida, tenemos treinta años viejo, y el pescado sin vender…

– ¿Qué querés decir? Hice de todo después de la facultad, te conté sólo una parte, ni te hablé de los congresos en La Rioja y en Salta…

– No, ¡pará un poco! De eso se trata, te la pasaste contándome sobre tus logros académicos y el montón de papeles y puestos que tenés. Pero, ¿qué hay de tu vida, ni una novia? ¿no querías ser arquitecto para cambiar el mundo? ¿a quién le sirve en algo todo eso que hacés?

– Si la soledad es el patrimonio de todas las almas extraordinarias[1]. ¿Por qué debería preocuparme?. Sí, ya sé, no basta saber, se debe también aplicar[2],pero vos me conocés mejor que nadie… sabés lo que me cuesta salir de las recetas, me cuesta proponer, imaginar…

– Sí hermano, lo que no te cuesta es citar. Pero esto no se arregla con citas ni con fórmulas. Arriesgate a pensar diferente ¿o tengo que decir, arriesgate a pensar?

Todo lo que siguió me resultó intrascendente. Nos saludamos, me fui caminando despacito y con pies pesados. Descubrí que la puerta de la casa de al lado era verde, mientras pensaba (¡desordenadamente!): ¿Qué habrá querido decir mi vieja con eso de “renegáu”?

Ricardo Sargiotti / 22.12.14 / 09.10.19

[1]Revista española monográfica de arquitectura de amplia difusión y renombreentre los arquitectos.

[2]Shopenhauer

[3]Goethe

 
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